Camiones de ternura by Françoise Rey

autor:Françoise Rey [Rey, Françoise]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1988-12-31T16:00:00+00:00

12

Al día siguiente bajo hacia las diez y encuentro a Marc solo abajo, cortándose las uñas de los pies, sentado con las piernas cruzadas en el sofá. No me ha oído, suena una música furiosa que retumba ferozmente en las paredes de la casa, llena todo el espacio sonoro, hace incluso retemblar los cristales. Observo un momento su bello perfil serio, la línea perfecta de su nariz corta y ancha, su labio bien ribeteado, su barbilla redondeada sobre su cuello poderoso, en el que reluce la cadena que nunca se quita… El día está gris, ha caído una lluvia pertinaz toda la noche y esta mañana las montañas suizas retroceden y se funden tras una bruma grisácea perlada de humedad. Marc ha encendido una lámpara para iluminar su tarea. Un rayo rosado juega en sus manos, en sus pies desnudos que rematan el sempiterno vaquero. Una camiseta negra dibuja, cuando se inclina, los músculos de la espalda.

Para señalar mi presencia, me veo obligada a acuclillarme ante él.

—¡Buenos días! —exclamo. Me ve, mueve la cabeza, vuelve a mirarse la uña del dedo gordo, que parece requerir una atención sostenida. Propongo, desgañitándome—: ¿Quieres café?

Rehúsa con un ademán. ¿Están enfadados o qué? Paso a la cocina, vuelvo con una taza humeante, me pongo de nuevo ante él, en la alfombra.

—¿Estás enfadado?

¡Ah!, esboza una sonrisa. ¡Menos mal! Saca los labios en una mueca que significa «no, ¿qué dices?»… Luego pronuncia una frase inaudible, una frase que parece divertirlo mucho. Me acerco, presto ostensiblemente atención. Él repite. No capto sino unas palabras: «Ayer… Tristan…». Me impaciento.

—¿No podríamos bajar un poco la música por una vez?

La pregunta lo asombra. Se encoge de hombros indiferente, como diciendo: «Si quieres». Subo corriendo, apago directamente el aparato, vuelvo a mi sitio.

—¿Qué decías?

Él emite un risilla.

—Decía que ayer dejaste pasmado a Tristan…

Bebo un trago de café para animarlo a seguir. Él no se da prisa. Oigo el chasquido metálico del cortaúñas. Esos ruiditos, de los que casi siempre estoy privada a causa de su música satánica, revisten, cuando los oigo, una importancia extraordinaria. La lluvia tamborilea sobre las hojas de los tilos. A los tres minutos largos, Marc prosigue:

—Lo has dejado con la boca abierta.

—¿Dónde está?

—En casa de su madre, con Arthur.

—¿Está enfadado?

—Consigo mismo. Se siente culpable.

—¿Culpable? ¿Por qué?

—Por ti.

La respuesta me asombra. ¡Es el colmo! ¡Culpable por mí! Pero ¿por quién me toma? ¿Por una niña? ¿Por una irresponsable? ¿Una pobre mujercita llena de ilusiones, acosada por las tentaciones, ávida de atención, de un viejo resto de placer recalentado? La afrenta me duele. Levanto la cabeza.

—¡Culpable! ¡Lo que pasa es que tiene miedo! ¡Miedo de las mujeres, de descubrir que existen, que tienen deseo y poderes! ¡Miedo de mí!

Marc me mira boquiabierto, con unos ojos desorbitados por los que cruza una incredulidad jocosa, que agrava la ofensa. Insisto, cediendo de pronto a un rencor injusto y estúpido.

—¡Es verdad! Sois muy majos los dos, pero un poco introvertidos, un poco vueltos para vuestro propio ombligo. Esto es un cuartel. ¡Un gueto! Falta aire.

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